

INSUBSISTENCIA
Por: Javier Rosero Calderón
─ ¿Vieron eso?
─ ¿Qué? ─preguntó Rengifo, un poco inquieto.
─ ¡Esa bandada!
─ ¿Cuál bandada?
─ ¡Esa que pasó! ¡Eran muchos!
─ ¿Muchos qué?
─ ¡Muchos cuerpos!
─ ¿Cuerpos de qué?
─Cuerpos… seres… no sé… ¡cómo lo diría! A esa velocidad, imposible identificarlos.
─ ¡Mejor concéntrate en tu trabajo! No sea que vayas y te les unas ─dijo, y dejó escapar una risa forzada.
─ ¡No empieces, Carlos! ─le dijo Arbeláez.
Tony Arbeláez que era el otro compañero de oficina, retiró sus gafas con la mano izquierda y con la derecha se frotó los ojos por encima de los párpados. Miró a Mendoza con fijeza, como queriendo explorar dentro de su cerebro; como si buscara una desconexión de neuronas. Sin pronunciar palabra, se le acercó y de la misma forma regresó al escritorio. Arbeláez era un hombre muy comprensivo y calmado para actuar.
Sin perder el panorama, Mendoza se separó de la ventana para regresar a su escritorio. Durante el resto del día no pensó en otra cosa que no fuera esa bandada, aunque fuera tan fugaz como una centella.
Al día siguiente le era difícil fijar la atención. Le parecía que los párpados le pesaban toneladas. Por momentos observaba imágenes superpuestas e incomprensibles de muchas cosas, menos de la bandada sobre la calle que pasó a ser como parte de un sueño maravilloso.
A eso de las diez de la mañana, sintió un fuerte aleteo que le hizo volver de inmediato. El grupo de voladores volvió a pasar.
─ ¡No me digan que hoy tampoco los vieron! ─dijo mientras corría hacia la ventana.
─ ¿Ver qué? ─preguntó de nuevo Rengifo, en tono sarcástico.
─Los hombres que pasaron volando ─contestó con toda seguridad.
─ ¡El que está volando es otro! ¿Qué te fumaste?
─ ¡Nada, hombre! ¡Los vi, los vi!
─ ¿Cuántos eran?
─No sé exactamente, ¡pero más que ayer!
─ ¿Y estás seguro de que fueron hombres? ─preguntó haciéndole mofa.
─ ¡Completamente! Bueno… al menos eran humanoides ─contestó sin inmutarse.
─ ¿Tenían alas?
─Pasaron tan rápido que no me percaté. Pero supongo que sí porque la vibración fue tan fuerte como la de mil colibríes gigantes. ─Poco le importaba que Rengifo continuara con su risa de idiota.
Junto al ventanal continuó escudriñando. Nada se había alterado. Tony, que había permanecido callado, murmuraba algo con Carlos. Desde entonces, cada vez que podían hacer comentarios absurdos querían hacerlo sentir como si le fallaran los sentidos. Tony consideraba que esa sería una forma de hacerlo salir de esa falsa percepción de la realidad, según ellos. Pero él se sentía muy bien; con un sentido adicional, inclusive; tanto que podía percibir lo que ellos, no. Les permitió seguir susurrando. No se volvió porque su visión aguda escudriñaba entre los rascacielos más cercanos al horizonte. Entre esos edificios se había confundido la bandada.
Después de varias semanas aumentaba en Mendoza el interés por saber cómo eran realmente y porqué podían volar a tanta velocidad, ascender y, en menos de un segundo, descender en picada; contorsionarse de nuevo y volver a subir para abandonarse en caída libre y recomponer el vuelo a pocos centímetros del suelo. En pocos segundos alcanzaban el infinito en formaciones perfectas, y se alejaban hasta ser sólo un punto que se perdía más allá de los nubarrones, desafiando a la furia incontenible de los vientos en las alturas.
Muy pronto, en el transcurso de la mañana, tuvo que acudir al llamado del señor Arismendi. El jefe inmediato contestó su saludo con una venia, como era su costumbre. Lo recibió en su oficina con un gesto de preocupación. Le señaló con la mano una silla. Su traje verdinegro contrastaba con una camisa rosada en tono pastel y la pincelada mágica la trazaba una corbata gris con pequeños puntos negros que parecían desplazarse hacia el fondo imitador de la lejanía como sucedía con la bandada hacia el horizonte.
─Vamos a tener que hacer una nueva contratación para las horas extras; es necesario que descanses ─dijo mientras miraba una pequeñísima balanza de madera que había recibido como reconocimiento a su sentido de justicia y honestidad. La conservaba sobre su escritorio.
─Doctor Arismendi, usted sabe que yo necesito de ese dinero extra.
─Por favor, tú sabes que no estás cumpliendo con las expectativas. De tu gran eficiencia es muy poco lo que queda. Incluso dentro de la jornada ordinaria ha decrecido tu rendimiento.
─Le prometo, doctor, que lo tendré en cuenta. Conozco mis capacidades y voy a rendir al máximo.
─No dudo de tus capacidades. De todas formas, insisto en que es mejor que descanses. Un gran ingeniero, responsable como tú, es mucho el esfuerzo mental que realiza cada día.
─Por favor, doctor Arism…
─ ¡Tranquilízate, Mendoza! Eres un gran profesional y, por eso mismo, necesitamos que estés bien. Te sugiero que solicites una licencia. Tú conoces tus derechos y podrás señalar el término. Luego serás reintegrado a un cargo superior, te lo prometo. ─Después de llegar a un acuerdo lo abrazó con su mejor gesto de caballerosidad y lo acompañó hasta la puerta.
Tan pronto empezaron a correr los días de la licencia Mendoza empezó a extrañar la oficina. También la bandada que pasaba cerca, pero sobre todo a Arbeláez, su mejor compañero y único amigo.
Una tarde, mientras leía un pasaje de La Biblia, sintió como un picoteo de miles de aves en las ventanas de su apartamento. Era la bandada que se alejó vertiginosa tan pronto él se volvió para mirar. Desde ese momento, y cuando él menos lo pensaba, las visitas se hacían más frecuentes y él las recibía con agrado, como si todo el tiempo las estuviera esperando. Sin embargo, por más que inventaba tretas, no podía mirar con claridad a los voladores. Ni los espejos servían.
Pasados sesenta días se encontraba de nuevo en el trabajo: la misma oficina, los mismos compañeros… lo mismo todo. Excepto el jefe inmediato: un recién egresado y con un pésimo historial universitario, pero con una posición social elevada, igual que su ego. Ese día llegó a las diez de la mañana. Decían los compañeros que ya estaban acostumbrándose a esa impuntualidad. Quince minutos después ordenó que Mendoza acudiera a su oficina.
─buenos días, doctor.
─ ¡No cierres la puerta! Voy a ser muy breve.
─ ¡Disculpe, doctor!
─ Tengo entendido que te prometieron un ascenso, ¿no es así?
─Sí, doctor. Lo que pasa es que…
─No tienes que explicarme nada. He encontrado que tu rendimiento laboral ha ido en deterioro. ¿Crees que mereces ser ascendido?
─El doctor Arismendi me aseguró que…
─Arismendi, Arismendi… ¡Arismendi va a estar mucho tiempo por fuera! Es posible que no regrese. Ahora tu jefe soy yo, ¿sabes?
─Sí. Me enteré tan pronto como llegué.
─ ¡Qué bueno! Entonces entenderás que ahora las cosas son diferentes, ¿no es así?
─Sssí.
─Sí, ¿qué?
─ ¡Sí, doctor!
─Así está mejor. ¡Ah! Y te llamé sólo para informarte que regresarás a tu cargo con el que empezaste en esta empresa. Es la oportunidad que tienes para que me demuestres que puedes ascender
─Por favor, doctor, me ha costado mucho trabajo llegar hasta aquí. No es justo que…
─Aquí no tenemos la culpa de tu infortunio. ¡Y no quiero escuchar más! ¡Cierra la puerta al salir!
Cómo deseaba que los seres voladores pasaran en ese momento sujetándolo por el cuello, lo elevaran hasta unos tres mil metros y lo abandonaran para que se defendiera en caída libre. El doctor Buitrago jamás contestaba un saludo a alguien que no fuera de rango superior. Lucía trajes finísimos. La asesoría de imagen la recibía de las distintas mujeres que, cada día, lo acompañaban a almorzar. Siempre llevaba consigo un juego nuevo de cubiertos y un paquete de servilletas. Los jabones chicos no le faltaban por docenas entre los bolsillos y el automóvil, y lavaba sus manos cada vez con uno nuevo, durante no menos de cinco minutos.
Al entrar en la oficina, Tony lo miró ahogando cualquier palabra y sólo acertó con un gesto en el que le decía que no perdiera la fe. Rengifo salió llevándose una mano a la boca para controlar una carcajada estúpida, y se dirigió a la oficina de su jefe. Desde ese día, sólo pasaron dos meses para que, por acción del doctor Buitrago, Mendoza fuera declarado insubsistente.
Con el pasar de los días la bandada lo frecuentaba aún más, tanto que él quería pertenecer al grupo. Empezó a practicar lo que podrían ser trucos de vuelo: Comía poco para estar cada vez más liviano, ejecutaba saltos en los que iba incrementando la altura y aumentaba la capacidad pulmonar.
Un día cualquiera se encontró en un lugar en el que, a su juicio, los jardines eran inmensos y los prados tan amplios y tan bien cuidados que la bandada, si se lo proponía, podía aterrizar sin riesgo de sufrir daños. Sin embargo, pasaban rozando las copas de las coníferas. Creía que a ellos tampoco les gustaba acercarse mucho a personas que vistiesen ropas blancas; talvez por aquello de las múltiples heridas que pueden causarle a uno en busca de las venas.
Cuando trepó al pino le pareció que no era el más alto, pero suficiente para mirar a la bandada que por primera vez se acercaba de frente. Desde allí podía observar cómo controlaban su velocidad. Su atención estaba puesta en cada uno de los integrantes:
─ ¡Son seres humanos! ¡Es fantástico! ¡Es algo que nunca había visto! ¡Muchos rostros me son conocidos! ¡Vienen mis abuelos! … ─pronunció con júbilo. En un solo instante había recobrado toda la alegría perdida.
Los lapsos de tiempo que había dejado de verlos eran diversos. Venían sonriendo. Sus rostros lucían maravillosamente pálidos y albeaban ropas resplandecientes que combinaban con el azul celeste. Se acercaron tanto que sintió que era uno más. Ellos empezaron a ladear sobre el flanco derecho para hacer un giro y un viento suave, muy suave, lo contactó. Comprendió que era la última vez que los vería, y entonces decidió:
─“¡Ahora sí podré volar junto a ellos!”
Cuando Tony Arbeláez llegó se arrodilló junto al cuerpo horizontal de Mendoza. Tomó sus manos entre las de él y no pudo evitar que las lágrimas humedecieran la ropa roída que el establecimiento siquiátrico había prestado a su amigo, y exclamó:
¡Pobre Mendoza! ¡Cómo pudiste olvidar que puede volar el espíritu pero no la materia!
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