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CRISTAL

Por: Ángela Cajiao

Estoy yendo a la gran montaña. Tengo muchas ganas de llegar a mi destino, pero también tengo miedo; debo hacer este recorrido, debo llegar al lugar donde el cristal envuelve la espesura y forma oasis de esperanza.

Quiero decirle que vengo a su encuentro, a solazarme en sus aguas. Quiero que me cuente sus misterios.

Me adentro en la espesa selva. Ellos, la tribu, los kuaiker, me advierten que está molesto, que sus hijos no se han portado bien y que se muestra cansado y brama adolorido. 

Encuentro en el sendero, justo antes de llegar al Sande, a Chichipili, el indio de cabello de arcilla y tez quemada por el tiempo. Me guía, me muestra el camino. Con su dialecto preciso cuenta: el transparente  río se queja, su fragor no es el mismo y su alma selvática está expuesta. Chichipili, con nostálgica voz, me dice que está confundido, que extraña a su gente y que su tribu se dispersa. Su espíritu desfallece. 

Han pasado sucesos que desgranan y queman. El indio no quiere sembrar las ancestrales yucas ni el plátano dulce. En su alma sólo hay egoísmo y ambición de dejar esta selva sin dueño, de olvidar sus raíces y sus Andes de ensueño. Teme que del verdor alfombrado sólo queden recuerdos, y le atemoriza que guaras, micos, armadillos y boas  duerman una noche y no despierten más.

Llegamos. El paisaje es hermoso, semejante al bello y preciado edén. El sol se abraza en el oleaje fresco del  hermoso cristal y las espumas viajeras nos dan la bienvenida.  Contemplo por fin la majestuosa casa de miles de ninfas, de cientos de cueches que bajan en las tardes a saciar su sed.

La tarde se desvanece en el ocaso intrépido. La bruma tenue acompaña la noche que está acercándose pesadamente por la frondosa arboleda. Los grillos, con su sonido, nos hacen compañía, y los vinacures nos dan su titilar. Entonces, en la penumbra de la noche infinita, puedo preguntarle al río sus escondidos secretos, y él, con su fragoroso acento, comenta su dolor: dice ser tan antiguo como los mismo Andes, que a su espíritu los suyos lo conocieron un día, y que Abba Yala lo vistió de poder, así como al cacique, al indio  Cuchirrrabo, la misma Pacha Mama los abrigo  en su ser.

            Comprendo entonces el mal que hemos hecho al portal sagrado que emana vida. Que su misma vida emerge del Inga poderoso y que el Picacho encantado, desde sus mismas entrañas, ha querido que emerja un manantial tan diáfano, tan puro, tan extenso para servir por siempre. Que en una de las rocas que él baña en su centro, la cara del indio se esculpió por siempre, y desde la firme y audaz “piedra de cara”, el indio le ofrece su altiva idiosincrasia; los dos entrelazan sus espíritus de selva, contándose en el tiempo su gran peregrinar. Que la gente ha perdido el encanto, y en vez de protegerlo lo ensucian y profanan. Que un día le quitaron de sus orillas húmedas los viejos árboles que lo acompañaban, que las montañas por donde él se enreda, del mismo modo las talan, sin importar siquiera que él también muera algún día y que sus aguas claras, con su inmenso caudal, se extingan y ya no se entrelacen con las solemnes aguas del viejo Telembí.

Entonces me abrazo a una roca que él besa, y la noche, con su velo, cubre mi descansar. De pronto nos sorprende en una tibia alba el hermoso trinar de las aves de los Andes que saludan sin más. 

Mis ojos, llenos de insondable asombro, ven en sus aguas la vida que él cobija. Saltan y chapotean peces, aves y anfibios. Él, con suave brisa su frescura, me ofrece.  Contemplo lo hermosa que es su hondonada, sus secretos confiados entristecen mi alma porque sólo pide que le dejemos servir con su dulcísima agua de abundante caudal. Asombrosamente, como pacto de Dios, puedo ver mi forma en un grandísimo espejo, y siento que él se complace tanto como yo.

Con ojos infinitos y llenos de emoción contemplo, al despedirme, su portentoso cauce. En un gesto imprevisto le proporciono un beso. Me pide que le recite un verso, y además de eso le doy mi admiración.

 

 

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