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El secuestro de San Martín

Por: Jairo Montenegro Díaz

Chavita y don Luis fueron los comisionados para hablar con el párroco. Eran los más indicados para convencerlo del préstamo de la imagen. Doña Chava era líder cultural reconocida, y don Luis, un hombre de altos honores. Se creía que tratándose de una mujer inflexible como doña Chava, el padre no le diría que no. Además, el viejo Luis gozaba de buen humor, todo mundo lo quería aunque tenía ideas subversivas. Ya en la casa cural doña Chava se encargó de la diplomacia y don Luis expuso el tema:

 

–Préstenos la imagen grande padrecito. Nuestra causa es justa y… –Antes de que la embarre con algún comentario salido de tono doña Chava lo interrumpió.

 

–¡Y muy bonita! ¡Ya verá padrecito!

 

–Perdonen que no los pueda complacer pero la imagen grande está destinada únicamente para las colectas de la iglesia –dijo el padre Guille rascando sus escasos pelos, blancos y desordenados–. Entiendan que nunca estaré de acuerdo con fiestas de parranda. El que quiera bailar que baile pero no en nombre de los santos.

 

 Doña Chava y el viejo Luis fruncieron el seño y tuvieron que resignarse. Salieron del templo con la imagen chiquita, como viudas en velorio, tristes pero con esperanzas.

 

Era viernes, víspera de mercado. En la calle principal el movimiento de gente iba creciendo a medida que el día se aclaraba. Los carros escalera se estacionaban justo frente a la casa de doña Chava y los campesinos descargaban unos racimos de plátanos y yucas inmensas. En las toldas que se improvisaban en la plaza pública se vendía café con empanadas de añejo, el desayuno preferido de los humildes agricultores que bajaban al mercado cada ocho días.

 

–Aquí, en esta esquina tengámoslo un rato –dijo doña Chava.

 

Se refería a la imagen de San Martín, el chiquito, un mulatito que no media más de cincuenta centímetros y lo andaban a traer en brazos, como a un bebé. En su talante oscuro dejaba ver unos cuantos rasguños blancos ocasionados por el trajín de su trabajo. Cada ocho o cada quince días no faltaba la justificación para que sea sacado en busca de limosnas para una “causa justa”.

 

Esta vez no era para enfermo, había una razón extraordinaria. A don Álvaro, el pintor, dicen que se le ocurrió hacer un encuentro de bandas. De esas tradicionales, con trompetas, clarinetes, bombos, y platillos.  Intentaba reunir las bandas de los pueblos cercanos para acabarle la fiesta al santo patrono.

 

En la esquina en la que se detuvieron trajeron la banda del pueblo. Durante la tarde del viernes tocaron melodías alegres y algunos pasillos ecuatorianos que palparon las fibras más sensibles de la gente. Don José, alegremente soplaba el saxo con sus cachetes colorados inflados. La gente aplaudía. Algunos se acercaban al santo, lo tocaban y se santiguaban; pero muy pocos se metían la mano al bolsillo para sacar las monedas que el venerado santo demandaba, con un mensaje ubicado en una urna que decía: “Dadme una moneda para mi fiesta”

 

Doña Chava, el viejo Luis y el cachetón Humberto, parados frente a la multitud comentaban preocupados:

 

–Es por la imagen chiquita, a ésta no le tienen fe.

–La grande se lleva todos los honores.

–Pero ese dinero es para la parroquia y quién sabe pa’ qué.

 

A unos cuantos metros apareció la imagen grande de San Martín. La traían sobre un anda de madera carcomida dos muchachos corpulentos.  Cuando la imagen pasó por el mismo sitio donde estaba la pequeña, la gente que estaba amontonada oyendo la banda se retiró del lugar. Se arrimaron a la imagen del moreno que imponente le brillaban los ojos y los labios en un rostro de mulato joven y mirada sonriente. Atrapó la multitud y conquistó todas las limosnas que el chiquito y maltrecho San Martincito deseaba.

 

A uno de los acólitos que andaba con la imagen grande se le alcanzó a escuchar:

 

–Con esto no volvemos a salir en unos cuatro fines de semana, el padre no lo va a creer, ¡esto es mucha plata!

Los dos acólitos encargados de la imagen tuvieron que recibir las limosnas en sus propios bolsillos porque la urna de madera se atascó. La banda dejó de tocar y, en su soledad, a los fiesteros no se les ocurrió otra cosa que dar la queja al señor Alcalde.

 

–Así es doctor Saray, la fiesta debe ser alegre, así lo quiere la gente. El problema es que su aporte no es suficiente y la población debe poner su parte. Mañana es día de mercado y necesitamos como sea a San Martín, el grande.

 

–Déjenme ver qué puedo hacer. Por las buenas creo que no es posible. Ese padre no suelta la imagen. Qué les parece si… sí, ahora que me acuerdo en la campaña pasada me echó unas cuantas indirectas, es hora de ponerlo a conversar al curita. Si se enoja llamamos al obispo y le inventamos algún cuento. Por las buenas, hacemos fiesta y hasta pintamos la iglesia.

El alcalde hizo llamar al inspector y ordenó con ímpetu:

 

–Vaya con su secretario, saca a San Martín y lo deja justo en la puerta de la Alcaldía, allí todo mundo tendrá que depositar su limosna. ¿Están de acuerdo señores? –les preguntó a los fiesteros.

 

–Claro que sí –respondieron gustosos con el placer de tener el toro por los cuernos.

–Inspector, no olvide que queremos al santo mayor –recalcó el alcalde extendiendo los brazos.

 

Los fiesteros quedaron a la espera mientras el inspector y su acompañante salieron del palacio municipal, cruzaron la plaza y presurosos entraron al templo que siempre permanecía con las puertas abiertas. Al negrito San Martín lo encontraron frente a San Cayetano, el que da casa… así dice mi mamá. El inspector que ya se había sacado el sombrero le ordenó a su secretario hacer lo mismo y santiguándose pidió perdón anticipado por las ofensas que podía estar causando por culpa de su jefe.

 

Sin que la gente que oraba a esa hora notara nada anormal, con el sigilo de un gato, los funcionarios públicos levantaron a San Martín. Con paso lento y mirando de reojo recorrieron el templo, casi vacío. Contaron una a una las baldosas que pisaron. Al fondo se escucho el eco de una vela que cayó al piso y una paloma castigó con sus alas el silencio. Una masita húmeda cayó en la calva del secretario y un madrazo se ahogó en su garganta. A punto de cruzar la puerta principal una voz suave, apenas perceptible, acabó con sus esperanzas.

 

– “¿A dónde llevan a San Martín?” Era el sacristán, un hombre con ademanes de Magdalena, sumiso y caritativo. El inspector no pudo pronunciar palabra y sus piernas temblequearon como si el Santo fuera de cemento. Aún de píe y con el santo sobre sus hombros el secretario suspiró y dijo:

 

–Mi querido sacristán tenga usted una buena tarde, el señor alcalde lo manda a saludar. Quiere hacerle  una nueva anda para San Martín y ha pedido al carpintero de la alcaldía que se encargue de esta noble diligencia. Sírvase ayudar a sacarlo que el negrito pesa más que mis penurias.

 

De esa forma, con la ayuda del propio sacristán, sacaron a San Martín, el grande, y cumplieron con lo ordenado por el Alcalde que en ese mis rato los divisaba desde su oficina.

 

Esa noche San Martín pernoctó en un rincón de la alcaldía y nadie en el pueblo se imaginó lo sucedido. Al otro día, día de mercado, adornado con flores, el negrito se paseo por todo el pueblo. Fue saludado por todos los ciudadanos de la comarca, los campesinos otorgaban la limosna y le pedían por sus sembrados, cuyes, conejos y gallinas. Los comerciantes agradecían la venta del día, los funcionarios encomendaban al alcalde para que los mantenga en sus cargos, los niños traían las monedas de sus papitos y hasta los borrachos se acercaban con los billetes arrugados.

 

El sábado en la tarde, por disposición del mismo alcalde, el inspector fue citado a cumplir otra orden:

 

–Mañana domingo quiero que estés pendiente de lo que diga el curita, quiero estar seguro que la operación fue todo un éxito.

–Como ordene jefecito –respondió el inspector.

–No creerá que soy ateo, todos los domingos voy a misa.

El domingo, el inspector tardó un poco en llegar al templo y afanosamente se ubicó en una de las bancas de atrás.

–¡Queridos hermanos¡ rogad por las buenas almas que son ejemplo de una mejor sociedad, también rogad por las malas que algún día le rendirán cuentas al señor –decía el cura–, en el sermón del séptimo día.

–He recibido buenas noticias de mis acólitos –dijo el padre Guille– Las limosnas han sido muy generosas este fin de semana, Dios multiplique su bondad y multiplique también sus ingresos, estoy muy agradecido de mi pueblo. También debo decir otras cosas que no son de mi agrado…

 

En ese momento, el inspector sintió que el padre lo juzgaba mirándolo de frente. También creyó que lo hacían, uno a uno, los asistentes a la misa de diez, y hasta San Cayetano, testigo del hecho…

 

–La fe es una sola –prosiguió– no tienen porque clasificar la fe entre grandes y pequeños, me refiero a las imágenes que la parroquia conserva de San Martín de Porres, nuestro patrono. Me comentaron mis acólitos que a los fiesteros de San Martín no les fue muy bien, incluso la banda municipal ofreció una bonita retreta pero las ayudas fueron mínimas. Eso no debe repetirse, grande o chiquito es igual, la fe es más grande y poderosa que hasta la misma imagen. Por eso, les prometo que en solidaridad haremos la fiesta como proponen los fiesteros, con bandas y juegos pirotécnicos.

 

Después de la misa el alcalde festejaba con sus cómplices la transparencia de su operación. El párroco, el sacristán y los fieles nunca supieron que San Martín fue secuestrado por orden del propio alcalde. Después de varios años, las comunidades notaron que la fiesta se transformó en un concurso de bandas, con jolgorio y juegos pirotécnicos opacando las tradicionales fiestas patronales.

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Lunes 5 pm.

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Samaniego, Nariño

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