

PERDIDO EN EL CARNAVAL
Por: Ramón Álvarez
A las siete de la mañana del siete de Enero, Irene ya tenía listo el humeante y aromático café. Estaba despeinada y descalza. Detestaba los zapatos y las plantas de sus pies parecían pedazos de llanta. Como buena campesina madrugadora agarró un chindé y se dispuso a tirarles maíz a las gallinas que alborotaban en el patio. Abrió la puerta, sintió el golpe de aire frío y lanzó el grito que retumbó en la verde pradera:
- ¡Daniel, hay un muerto en el corredor!- El maíz se desparramó por el piso, Irene retrocedió y las gallinas se lanzaron veloces a picotear los granos.
Daniel, también descalzo y atolondrado, salió.
Un hombre estaba estirado en el piso y su cuerpo se movía como si tuviera incrustado un vibrador eléctrico.
-¡Es don Belarmino!, dijo Daniel.
Tenía las manos arañadas. Lo cubría solo una camisa sucia, arrancada y mojada que se pegaba a su cuerpo y un pantalón también embarrado y roto. Tenía botas La Macha.
-Don Belarmino, despierte!.
Abrió los ojos. Estaba con un semblante como de muerto y Daniel tuvo que ayudarlo a sentarse en una silleta ruidosa de madera que le acercó Irene.
-Qué le pasó?- pregunto Daniel.
-Amanecí arriba en el potrero de Los Eucaliptos-.
-Y porqué fue hasta allá?-.
-Es que me llevaron.
-Quién lo llevó?-
-No sé.
-Y desde qué horas estuvo allá?.
-Creo que desde las tres de la mañana, porque a esa hora siempre pasa el bus que viaja para Samaniego. Como estaba muy oscuro no sabía dónde estaba. Me senté a esperar que aclare.
-Allá solo hay árboles, matorrales, la llovizna es permanente y hace mucho frío - dijo Irene.
-¿Y desde qué horas caminó?- preguntó Daniel.
-Es que ayer desde temprano estuve en Bolívar, en el carnaval, y me tomé unos tragos. La fiesta estaba buena pero a media noche me fui a mi casa. No era noche de luna pero distinguía la carretera. Hacía viento frío y de vez en cuando me encajaba el sombrero y me arropaba con la ruana para abrigarme. Caminé un buen trecho y de pronto alguien me alcanzó. Lo saludé pero no me contestó. Miraba una sombra, sentía pasos y le pregunté hasta dónde iba pero no me habló. Pensé que tal vez quería robarme y le ponía cuidado por si algo intentaba. No se adelantaba, ni se quedaba y eso no me gustó. Poco a poco nos acercamos al camino que desvía a mi casa y pensé que allí nos separaríamos pero cuando llegamos sentí que me agarró del brazo derecho y me obligó a seguir por la carretera. Quería soltarme pero no tocaba la mano que me apretaba. Quería hablar, gritar, pero no tenía fuerza ni voluntad. Cuando llegamos a la quebrada El Molino me obligó a seguir cuesta arriba. Me enredaba en los árboles, en las ramas, y en los bejucos y cuando no podía caminar sentía que dos manos me empujaban y si me caía, me decía que me levante, que siga, y a veces sentía que me agarraba con fuerza de mis brazos y me llevaba como por el aire. Anduvimos bastante sin saber por dónde, hasta que el carro alumbró desde la loma del frente y eso me salvó. El resto de noche se me hizo demasiado largo. Con la primera luz del día bajé por el camino de la loma.
-Dicen que a las doce de la noche no es bueno andar- dijo Irene.
-Son asuntos difíciles de explicar -comentó don Belarmino.
Saboreó una buena taza de café caliente y aún tembloroso, agradeció y se despidió. Con su pausado caminar, se dirigió a su casa a donde la noche anterior no lo dejaron llegar. Tenía sesenta y cinco años de edad. Era un campesino humilde, honesto y buen amigo. Todos sabían que él no decía mentiras.
ENCUENTROS
SEMANALAES
Lunes 5 pm.
Casa Lúdica
Samaniego, Nariño