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Renata y el curandero

Por: Oswaldo Adalberto Obando

Cuando Renata Lombana entró al salón cuadrilongo del curandero, el olor acre de la ruda y la altamisa le embotó los sentidos. Carraspeó  levemente.

Renata acudía al curandero en busca de solución a una preocupación tan singular y extraordinaria como ella misma. Ya había intentado encontrarle remedio hablando con el cura de la parroquia que era bastante amigo de la familia y que tenía décadas de estar en el pueblo gracias a los reclamos de los feligreses ante el episcopado. Y hubo también algunas sesiones con un psicólogo de prestigio que estaba de paso por la ciudad. Pero ni la prédica espiritual del uno, ni la verborrea técnica del otro lograron atenuar ni siquiera en lo más mínimo el apremiante asunto de Renata. Entonces oyó de los prodigios de un chamán indígena que se ocupaba de los casos más insólitos y asombrosos. Fue cacique de la tribu de los Colorados y vivía en el cantón norte de Santo Domingo de los Colorados. Su fama llevaba hasta su poblado desconsoladas romerías de dolientes, como si fuera un santo próximo a la canonización.

 Lo encontró sentado detrás de un reluciente escritorio de arce, sobre el cual se asentaban botellas de linimentos y varios frascos de medicamentos naturales con etiquetas brillantes. En los  rincones de la sala las begonias recién lavadas lograban suavizar un poco la atmósfera enigmática que rodeaba al curandero. Las paredes estaban tapizadas con carteles y afiches de plantas medicinales.

Él estaba inclinado, examinando fórmulas y diagnósticos remitidos por los médicos a pacientes desahuciados cuando Renata lo saludó cortés. Se irguió enseguida y lo que miró lo dejó azorado. Nunca había visto tal atractivo de mujer.

Renata tampoco pudo reprimir la sensación de imponencia y opresión  que le inspiraba el cacique. Del cuello macizo de bisonte africano de Abraham Calascana colgaban tres collares de ónice y oro esmeraldeño, y en la cabeza rapada, ceñida por un  turbante, lucía un fino penacho de plumas, y se cubría con un poncho a rayas de pelo de alpaca. Al principio se sintió cohibida, pero esa actitud recelosa fue disipada por el mismo curandero.

 Se levantó diligente de su silla y la invitó a sentarse en un sillón de tapicería recamada. Le brindó néctar de cereza y, con discreta naturalidad, indagó acerca del problema que la inquietaba. Luego ofreció sus servicios con una especial benevolencia. Ella refirió el asunto de una manera directa:

─Todos  los hombres me persiguen, no me dejan en paz.

En muchas ocasiones el chamán había actuado casi como un confesor. Escuchaba con atención las portentosas historias de sus clientes, los conflictos emocionales y pasionales, las tragedias de amor, el relato de  enfermedades misteriosas y desconocidas, a veces descartadas por la ciencia convencional.

Y él sabía cómo infundirles un nuevo ánimo, y les daba a sus relatos tristes y reservados un tono más íntimo y familiar, sin que por ello fueran a perder la calidad de la confidencia.

 Pero el caso de Renata le pareció absurdo. Pensó que se trataba de una extravagancia de niña rica; sin embargo, disfrutaba de aquella delirante inquietud, como si estuviera inmerso en una de esas historias de príncipes y castillos medievales, donde él tenía la misión de  rescatar a su heroína y llevarla a lugar seguro.  Se aventuró a dar una respuesta sólo alentadora, le faltaba conocer los detalles de la dulce y encantadora trama de los acontecimientos, antes de dar un concepto definitivo:  

─Todas las mujeres en su caso se sentirían halagadas por las pretensiones de los hombres, y en lugar de sentirse fastidiadas, estarían celebrando el hecho como un acontecimiento exitoso. Pero es obvio que no sé hasta qué punto los hombres palurdos quisieran excederse con usted. O los muy finos  y corteses estuviesen utilizando métodos que hubieren interferido en su vida privada. 

            ─Eso es cierto, estoy casada, y los hombres sobrepasan sus aspiraciones conmigo. En las calles, en el taxi, en el centro comercial, en la iglesia, en  todas partes quieren tocarme, se atreven a manosearme, o envían paquetes y regalos valiosos, incrustaciones y joyas preciosas, por encima de mí esposo. Él está enloquecido y, a veces, desconfía de mi fidelidad, desconfía de todo, ya no puede tener amigos porque éstos se enamoran de mí. Piensa que algún día cualquier magnate o millonario podría convencerme y yo me le vaya a desaparecer para siempre. Hemos cambiado de domicilio y de ciudad muchas veces, pero donde vamos sucede lo  mismo, no puedo pasar inadvertida, y lo peor es que en algunas partes, como soy peregrina, me vuelvo más visible. Dígame si existe algo que pueda repeler a los hombres antes de volverme vieja.

La primera  impresión que tuvo el curandero fue la de que Renata amaba con intensidad a su esposo, pero no consideró oportuno ni necesario saber quién era él. A nadie le interesaba la vida del único hombre que se había adueñado del sueño y la vigilia de Renata. Todos querían saber sólo de ella. El curandero comprendió después que todos estaban equivocados. Lo que rodeaba a Renata era igualmente importante.

En realidad, Renata y su marido lo tenían casi todo; eran medianamente ricos, pero también era cierto que los hombres que la pretendían eran con mucho, más poderosos que su distinguido adonis. Aparecían tan obstinados como su propia sombra, potentados de la industria, empresarios y banqueros, magnates de la televisión, políticos prepotentes, militares de Estado Mayor y narcotraficantes presuntuosos que la prodigaban con finos regalos y le ofrecían casas lujosas, mansiones en ciudades bellas, viajes alrededor del mundo y una vida llena de todos los lujos y caprichos imaginables. Ella los había rechazado a todos, junto con sus tentaciones. Muchos se fueron derrotados, pero llegaban otros más tenaces, dispuestos a todo con tal de obtener una cita, una conversación, o una pequeña y efímera ilusión.

 En cierta ocasión apareció incluso un presidente de una república democrática del Nuevo Mundo, invitado a la Cumbre de las Américas y que venía a afianzar las relaciones comerciales con varios países y a consolidar el proceso de globalización económica de su país y en cambio se encontró con Renata en el muelle de los Pegasos. Estuvo a punto de ocasionar un escándalo en su vida pública y de terminar su carrera política porque la imagen de diosa griega lo envolvió hasta el delirio. La vio por  vez primera apoyada contra el pretil del muelle cartagenero, revoloteando al viento su cabello castaño y destellando en sus ojos pardos el Caribe inconmensurable. Pasearon por la Ciudad Amurallada y él le ofreció el poder entero y convertirla en la dueña absoluta de todos sus bienes; ella le respondió sin inmutarse que una  infidencia vale mucho más que eso.

El chamán entendió la magnitud del problema; él mismo ya formaba parte del problema; entendió también que Renata era una mujer de muchos privilegios y atributos, a los cuales ella no les  daba ningún valor, por el contrario, exageraba las dificultades que le ocasionaban. A él le encomendaba encontrar un remedio que fuera infalible para desencantar a los hombres. El curandero pensó que quizás el único remedio infalible era dejar que el tiempo hiciera su trabajo inexorable de deterioro físico, aunque para eso faltaba mucho, y la sola idea, concebida en la imaginación, le repugnaba. De manera que tendría que hacer algo urgente y efectivo, pensó lleno de ansiedad, pero también de euforia ingenua. Si conseguía ahuyentar a sus molestos admiradores, Renata quedaría en deuda con él, volvería a su casa para nuevas consultas, y no quedarían rivales en el camino, incluso su propio esposo llegaría a sentir repudio por ella.

El curandero le explicó que primero era necesario hacerle una “limpieza”,  para liberarla de impurezas y tentaciones, pero tendría que hacerlo en su cuerpo desnudo. Ella aceptó sin más alternativa, con la condición de que conservaría su ropa íntima. “Si viajé tan lejos –reflexionó–, ahora no me voy a detener porque éste indio vaya a mirar mi cuerpo desnudo”. Así las cosas, Renata se despojó de su ropa y se quedó con la tanga y el sostén; entonces el curandero comenzó a frotar el esbelto y voluptuoso cuerpo de la mujer, de la cabeza a los pies, con una escobilla suave de espliego. Miró cada centímetro de su piel con mórbida pasión, sofocado por el tropel irrefrenable de su corazón, a punto de sucumbir al deseo incontrolable de poseerla.

 Renata por su parte no había olvidado que el curandero también era un hombre común, o, en el peor de los casos, un hombre diferente y peligroso, pero estaba dispuesta a correr el riesgo con tal de zafarse del embeleco varonil como ella le llamaba a su problema. Sentía la vista del curandero clavada en su cuerpo y el aliento agitado que terminaba en débiles y ahogados suspiros. No hizo ni dijo nada, pero se mantenía alerta.

 El curandero que estuvo a punto de perder la conciencia, percibió la tensión que se había originado en este momento y logró sobreponerse a la seducción y al embrujo de su encanto. Entonces se escuchó su voz ronca: “Que salga el mal y que entre el bien, como entró Jesucristo a la Casa grande de Jerusalén”. Y mientras decía estas palabras continuaba acariciando el cuerpo sensual con la escobilla. A Renata le pareció que el ritual se prolongaba más de la cuenta. Se lo hizo saber. El curandero dio por terminada la delicada fricción y por último le ordenó bañarse desnuda tres martes y tres viernes seguidos, a las seis de la tarde, en la mitad del río, con loción de mandrágora preparada por él mismo. “Cuando termines vas a rezar tres veces el Padre Nuestro, luego (se lo dijo en voz baja) te quitarás la tanga y el sujetador, y los lanzarás hacia atrás, sin volverte a mirar”.   

Renata llegó al río un poco antes de las seis. El curandero llegó antes que ella. Atravesó el río y se situó en la otra orilla. Detrás de una cortina de sauces el curandero vigilaba anhelante. Renata miró a su alrededor. No había nadie. El río estaba desierto. Acomodada contra una enorme piedra se quitó la ropa y caminó hacia el centro de la corriente. El agua fría le puso la piel de gallina. Destapó el frasco de mandrágora y empezó a frotar su cuerpo entero; incluso introdujo las manos por entre la tanga para aplicarse loción en los glúteos. Dijo las oraciones con pausa. De pronto, a su espalda, sintió un ruido, un chapoteo ligero. Se volvió deprisa, temerosa, asustada. Una nutria asomaba la cabeza con un pez atravesado en las fauces. Estuvo a punto de gritar. La nutria le miraba con ojos sonrientes. Renata se quitó el sostén casi con violencia y lo lanzó hacia atrás. Los senos compactos le quedaron bamboleándose. Se quitó la tanga y también la tiró hacia atrás.

 Los ojos de perro castrado del curandero se llenaron de lágrimas. Quiso salir de su escondite y suplicarle su amor, pero sabía que si lo intentaba, no la volvería a ver nunca más. Se quedó en su sitio viendo cómo Renata le daba la espalda para salir despacio del río, como caminando en puntillas, esquivando las piedrecillas puntiagudas en las plantas de sus pies. Luego la vio cómo se enfundaba con tanto afán en su pantalón de pana, sin colocarse otra tanga, y ponerse su camiseta sport de algodón sin sostén, como si presintiera que alguien la estuviese mirando.  

Al día siguiente Renata salió de su casa y abordó un taxi para encontrarse con su marido y    de paso eludir las miradas curiosas y a los hombres que se volvían a mirarla de atrás. El taxista dio un rodeo innecesario, mientras miraba con insistencia mórbida por el retrovisor. Luego sí tomó el rumbo del destino indicado por Renata, pero  su nerviosismo era evidente. Las calles estaban llenas de autobuses, taxis y motocicletas. Todo envuelto en fragorosa confusión. El circuito se hacía lento en varios trechos. Renata se impacientaba. Un poco más adelante el tráfico se despejó. Renata le ordenó acelerar. El chofer cambió  marchas y salió disparado; tenía que rebasar un autobús de línea para colocarse delante, lo iba a lograr cuando otro bus que quería adelantar al primero se le vino encima. Lo colisionó por la parte delantera, con violencia. Renata dio un grito de horror. El automóvil perdió estabilidad y volteó por el costado derecho, dando tumbos, hasta detenerse contra el friso de un edificio en el momento en que se incendiaba. La gente se apartó. El sector de la calle se paralizó conmocionado. Uno de los peatones reaccionó. Una mujer valiente había conseguido una lona de toldo y cubrió con resolución el auto, sofocando las llamas. Entonces varios hombres se acercaron, forzaron la puerta y sacaron a Renata y al chofer. El bello rostro de Renata estaba quemado y le brotaba serosidad en carne viva.

Ocho meses después Renata apareció por las calles con su marido. Su cabello estaba más esplendoroso que nunca, pero la piel de su rostro tenía la textura del satén arrugado. Ningún hombre la miraba. Los dos se tomaron de la mano y enfilaron por el camino llano, sin obstáculos. Libres al fin. 

ENCUENTROS

SEMANALAES

Lunes 5 pm.

Casa Lúdica

Samaniego, Nariño

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